"Cosas que pasan."

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"Cosas que pasan."
   Tras sentir un bullicio atronador trepidando en las paredes, José Salvador despertó de su siesta habitual con los dolores de una mala posición. Sin moverse de la cama escuchaba los murmullos entrecortados que llegaban a él por las hendijas de las ventanas mal cerradas. Miró el reloj y apenas pudo descifrar la hora: las cuatro menos cuarto. De a poco se sostuvo en ambos codos para terminar por sentarse y pestañear con esfuerzo para acostumbrar sus ojos a la penumbra mortuoria de la casa; todavía tenía cuarenta minutos más para descansar. Sin embargo, empezó a espabilarse  abriendo de a una las ventanas. Conforme respiraba los calores abrasantes de marzo, descubrió una siesta transparente cuarteando la tierra de sus macetas de geranios; acabando por quemar los viejos jazmines amarillentos.
       -Estos calores a uno terminan por deprimirlo, dijo, mientras se frotaba el tórax con agua de colonia.
       Se vistió con su camisa mangas largas, unos pantalones desgarrados en las bocamangas, se anudó un reloj pulsera ahumado por la intemperie y concluyó calzándose las botas. Por la ventana se veía gente del pueblo encaminarse en diversos grupos hacia la estación de tren, y otros que regresaban cargando a cuestas cajas rellenas de baratijas. Desde la puerta, José Salvador preguntó a una vecina con voz acartonada qué sucedía. <<La feria, compadre>>, repuso la mujer. <<Le juro que si va, no se arrepiente>>.

Dejando la puerta entreabierta, entró súbitamente a la casa, corrió las cortinas y tomó una caja de madera fragante a naftalina. Extrajo un pañuelo blanco con sus iniciales bordadas para reverdecer el bolsillo de la camisa y un puñado de billetes ahorrados. Sabía que en las ferias de Villa Únzaga no faltaba oportunidad de encontrarse con una abigarrada cantidad de vendedores de la más variada estirpe. No podía comprender cómo, aquí en la feria hace dos años, un hombre gordo, totalmente desnudo, que reposaba en una gran bañera de patas de cobre, era la gran atracción con su capacidad de vaticinar el futuro mientras quien deseara saberlo no dejara de fregarle de espalda con un estropajo embebido en lejía. Fascinado por tales mentiras, había reído frente a aquel hombre que lo miraba acongojado. Recordaba haber sido allí donde comenzó su soledad monástica. Cuando vio a aquel ser de vientre célebre señalarlo con su mano lampiña y augurarle la muerte más triste.

   -Ríase, José salvador, pero en algunos años usted muere de amor, retrucó el adivino, mientras lo observaba con  ternura.

   Ahora, esperaba hallar uno de esos quiromantes o brujos del norte que pudiera asegurarle un porvenir diferente a ese oscuro al que estaba predestinado. Antes de llegar a la feria percibió en el aire los detritos de las fritangas y comidas caseras mezclándose con los olores de carbón quemado y sahumerios incinerados. De a poco fue encontrando diminutos puestos donde mujeres de vestidos sueltos vendían compotas de frutas y lenguas a la vinagreta, mermeladas de naranja y caramelos de azúcar quemada. En otras tiendas podía encontrar hombres capaces de dar filo a cualquier cuchilla con piedras mágicas, otros que ofrecían pequeños monitos de juguete que tocaban platillos y mazos de cartas multicolores, niños saltimbanquis y minúsculos escenarios donde  se representaban obras cantadas y poemas mal escritos. Toda Villa Únzaga parecía estar allí. Aunque no pasaban de ser media cuadra de puestos mal distribuidos, caminar era tan dificultoso como pasearse por légamo resbaladizo o carne molida. Después de pararse a escudriñar en algunos puestos, terminó por comprar unos rosarios, cuchillos de destazar, golosinas de menta y unas cadenas de plata que cambió por su cinturón de cuero y las pequeñas espuelas de sus botas. Continuando, encontró un apelotonamiento de mujeres y niños que no dejaban de asombrarse al ver las colosales cualidades de un hombre descomunal que llevaba en las orejas unos aros de alpaca vetusta y olía a flores degolladas. Aquel protohombre era capaz de levantar en vilo un ropero de maderas macizas en sus espaldas de lápidas, y acababa de mudar sin ayuda alguna, una mesa de billar del salón de juegos al medio de la calle. Luego, se lo veía  reír jolgorioso mientras miraba a ocho hombres montaraces descoserse los huesos para volverla a su sitio. De inmediato, el pueblo hizo circular una serie de mitos inmaduros que iban desde la capacidad de aquel sujeto de casi tres metros de frenar un tren adosado a sus vagones con solo tomarlo por el miriñaque; hasta el apetito voraz de desayunarse cuatro litros de leche de cabra, con una docena de huevos crudos y una olla atestada de café sin azúcar y algunos quilos de pan. José Salvador se acercó a aquel hombre, preguntándole si era capaz de soportar una patada de mula en el pecho a cambio de dos billetes, y si sucumbía, tendría que ayudarlo a arrancar unos árboles inclinados haciendo peligrar el lado izquierdo de su casa con las raíces subterráneas.

   -Hecho, respondió el coloso, tronando los huesos de sus manos con estallidos sísmicos.

   Aproximándose a una mula que cargaba un cúmulo de ropas remendadas, el protohombre se acuclilló detrás y con fuerza empezó a jalarle la cola. El animal fue encabritándose hasta lanzar una patada contundente que retumbó como una bala de cañón en el pecho del sujeto, que mostrando su pectoral marcado, extendía la mano a José Salvador, reclamando el dinero.

   -Mierda, dijo, y le tendió los billetes.

   Siguió caminando, conforme la gente continuaba expectante ante la visión de aquel hombre bíblico doblegando grandes barras de hierro hasta quebrarlas. Cuando José Salvador volvió la vista, el protohombre se disponía hacer una pulseada al párroco de Villa Únzaga a cambio de un día de trabajos restauradores en la iglesia. <<Ya sabe, amigo. Desde enjalbegar los muros hasta colgar la campana que tiró el temporal pasado>>, expuso el cura, a medida que se persignaba y besaba una pequeña biblia de bolsillo. Si el eclesiástico perdía, tendría que entregar su cruz pectoral de oro macizo.

El tiempo pareció detenerse cuando ambos se sentaron frente a lo que fue antaño un árbol paraíso y ahora era un simple remanente que utilizaban como mesa. En pocos segundos, conforme profería palabras en latín, el párroco derrotó al hombre montuno, petrificado bajo la ofuscación que imprimía ese ser enclenque de manos huesudas y sotana deshilachada.

      -Me imaginaba –dijo-: Dios no iba a abandonarme: esa iglesia se cae a pedazos.

   Poco tiempo después se vio al cura parado frente a la puerta central de la iglesia dando indicaciones precisas al hombre que cargaba con la campana de cientos de quilos con ambas manos y transpiraba bestialmente.
Sin sorprenderse en demasía por el hecho, José Salvador caminó hasta el último puesto; una buhonería desarmándose al efecto de los vientos cruzados. Tras inquirir la mercancía compró las mismas espuelas que había trocado por unas cadenas de plata junto con el cinturón y una madera tallada para apoyar la cafetera recién sacada del fuego. Al llegar al andén, destacó el tren vacío pero lanzando bocanadas de humo negro. De entre los pasajeros descubrió una mujer de cara estirada, pómulos pequeños y ojos almendra que cargaba con una maleta negra haciendo juego con el vestido que ostentaba un luto riguroso, en discordancia con sus zapatos grises rajados por los años. Apenas la vio permaneció absorto. La vio mirar la hora, cargando su maleta y subiendo al tren de las cinco que mayormente, simulaba estar abandonado y atiborrado de los pasajeros muertos en el vuelco del tren en el puente del río Albigasta hacía cincuenta años. Nada lo alteraba; ni el ruido estridente de los vagones, ni el calor fulminante de marzo, ni el sonido cruento de los monitos de juguete golpeando sus platillos. Acababa de caer en la cuenta que había vivido cuarenta años de vicisitudes y zozobras para llegar allí, a ese momento, y hablar a esa mujer destinada a ser el amor lúcido que tanto necesitaba. Pero el tren ya daba sus últimos coletazos con los vagones traseros, y un apeñuscamiento de gente lo rodeaba y miraba con aspecto luctuoso. Así había sucedido. José Salvador murió esa misma tarde, viendo alejarse a aquella mujer  de ojos tristes, sobre las baldosas agrietadas de la estación. Así lo había predicho el hombre gordo de cabellos de niño y manos lampiñas: Sufriría la muerte más lúgubre; moriría de amor.

   -Son cosas que pasan, dijo un niño, jugando con su monito.


Miguel Massara [Cultura Pix]

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