"El Asesino del suicida", de Eduardo Nieva

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"El Asesino del suicida", de Eduardo Nieva
A esta historia me la contó un amigo de papá que es ferroviario, mejor dicho se la contó a él, yo solo escuchaba sin ser invitado a participar del relato. Yo, por aquel entonces era solo un niño de diez años que  comía con mis manos grasientas lo poco de carne que le quedaba a esa pata de pollo a la parrilla que entre vinos y soda mi papá y su viejo amigo Aníbal habían preparado en algún caluroso día previo a alguna de tantas navidades que he vivido. Esta es una historia que significó mucho para mí, mucho si, pero muy mucho.

Esta era una historia que no tenía final como las que uno acostumbra a escuchar porque en algunos de esos tantos encuentros entre el amigo de papá, papá y yo que era invitado a compartir esas charlas, no por ellos aclaro sino por mi curiosidad, Aníbal contaba una nueva historia que en realidad era una especie de capitulo mas sumado a los que ya hacía años contaba él a mi padre. De haber sabido cuanto me marcaría esta historia interminable que Aníbal contaba de vez en vez a mi padre e indirectamente a mí, jamás la hubiera escuchado.

Todos sabíamos en casa cuando Aníbal y un capitulo mas de su historia sería contada. Lo sabíamos no tan solo por su cara sino también por la de Carolina, su esposa. Ambos venían a almorzar casi todos los domingos a mi casa. Eran una pareja muy joven y se llevaban muy bien; aún no tenían hijos. Aníbal y papá habían sido compañeros en la escuela secundaria y desde ese entonces su amistad crecía año a año. A Carolina y a mamá no les quedaba otra opción que ser amigas entre ellas también. Por suerte para todos no les resultó difícil hacerlo y al poco tiempo parecían entenderse mas que mi papá y su querido amigo. Ambos llegaban alrededor de las 10 de la mañana y mientras las mujeres compartían un mate ellos se me escapaban y se iban al mercado a comprar la carne, el carbón, las verduras y algo de beber para calmar la sed de la ardua semana vivida; mi papá arriba del camión recolector de residuos de la municipalidad de la ciudad y Aníbal al  mando de una coraza de hierro y acero de color amarilla y roja que hacía temblar las calles a su paso. Él era maquinista y trabajaba con pasión arriba de la maquina de la cual me llevó a conocer y de paseo en repetidas ocasiones cuando yo era solo un niño. ¡Como me encantaba cuando me sentaba al frente de los comandos y yo sentía que dominaba su rumbo! Pero mejor volvamos a los asados de los domingos. Siempre que volvían del mercado ya con todo listo para comenzar a hacer el fuego y el asado propiamente dicho traían para mí una coquita en botella de vidrio bien helada, con eso tapaban mi boca de reproches por no haberme llevado con ellos. Las mujeres se encargaban de la ensalada y yo era el pequeño mozo que les preparaba a los asadores la mesita con un par de vasos y su botella de vino al resguardo de la gran sombra de una vieja higuera en el patio de casa mientras ellos hacían el fuego un poco mas allá, charlaban y se reían. Yo leía los chistes del diario y tomaba mi coquita y comenzaba de a poco a disfrutar del olor a asado que se desprendía de la parrilla apenas eran arrojados al fuego ese pedazo de vacio y esas costillas.
Ahora, cuando en algunas de sus visitas domingueras no sentíamos el preanuncio de la llegada de Aníbal con su típico chiflido ya observaba yo la mirada que mi padre le dirigía a mi madre en busca de alguna respuesta o simplemente para decirle “hoy nuestro amigo viene mal”. Ambos eran recibidos con un fuerte abrazo y sin preguntarse nada salían callados a comprar las cosas y yo ni el intento de seguirlos hacía; igual me traían la coca.
La preparación de la comida no transcurría con demasiados cambios y una vez finalizado el almuerzo las mujeres levantaban la mesa, lavaban los platos y se ponían a jugar a las cartas en la mesa del living. Yo me quedaba, como dije antes, sin que nadie me lo pidiese entre los hombres y mientras me entretenía con la tapita de la gaseosa o el corcho de la botella de vino y algunos palillos, escuchaba como de a poco un nuevo capitulo comenzaba a desarrollarse desde lo mas profundo del corazón de Aníbal, quien es un gran hombre, quien es amigo de papá.
Aníbal de por sí no mas siempre fue un tipo muy sentimental y lo que le pasaba a él, como a varios de sus compañeros, lo lastimaba en demasía. Aprovechó un instante de pausa que mi padre hizo después de hablar un poco de los partidos que se disputarían esa tarde y que el no podría asistir a ninguno porque había prometido a mi madre acompañarla al mercado de las pulgas a caminar y mirar todos los puestos y productos que allí se exponen. Comenzó entonces Aníbal a frotarse la frente con su dedo pulgar e índice como pensando bien lo que iba a decir y anticipando que ahora era su turno de hablar y que él deseaba hacerlo. Mi padre con una mirada fija y serena hacia sus ojos asintió. ‘Mira Charly’ le dijo, ‘el ultimo martes maté a otro hombre. Como cada vez que lo hago no puedo evitarlo. A unos trescientos metros pude adivinar ya que él estaba decidido a que yo lo hiciera, a que acabara con su vida. Estaba dispuesto a permitir que su vida se vaya ante mi y yo contra mi voluntad lo maté, lo maté y lo re mil maté. ¿Qué podía hacer para evitarlo?’. Suspiró tan hondo después de decir estas palabras como si el aire que ingresaba a su cuerpo no lograra llenar algún espacio físico. Yo, que ahí jugaba y escuchaba y parecía estar ausente para ellos. Yo que ahí jugaba sin darme cuenta vi algo que ellos no vieron. Vi un hueco, un vacío en el cuerpo de Aníbal. Esa porción de aire buscaba donde refugiarse en el interior de Aníbal pero era en vano. Él estaba, al menos en ese momento, hueco. Mi padre sin decirle todavía nada, y con su mano cubriéndose desde la zona del bigote y sin apoyar la totalidad de sus dedos sobre la boca, lo miraba y le dejaba a éste tiempo para que reviva y continúe tranquilo con su relato. Aníbal así lo hizo y prosiguió.             ’ ¿Sabes que es lo peor de matar a una persona? Que la matas varias veces. Sí, primero la matas cuando sentís como se desarman debajo de las ruedas del tren que vas manejando. Segundo, la matás cuando se lo contás a la policía. Tercero, la matás cuando se lo contás a la psicóloga. Cuarto, la volvés a matar al llegar a tu casa y ya apunto de explotar en llantos, tu mujer adivina y no permite que la vuelvas a matar delante de ella y te consuela sin decirte nada solo brindándote sus abrazos y pequeñas caricias hasta que te duermes. Ahora la estoy matando por cuarta vez al contártelo a vos Charly’. Aquí ya Charly, mi padre, lo había tomado de las manos y le dijo en voz muy baja ‘ya está, ¡no te atormentes! Vos no mataste nunca a nadie. Estas son personas que por diferentes motivos deciden acabar con su vida arrojándose debajo del tren sin importarles quien maneje. O ¿Acaso alguno de ellos miró hacia el interior de la maquina para ver quien manejaba en esos momentos? Vos no tenes nada que hacer para impedirlo’.

Pero Aníbal no lo veía así. Y después de terminar con su vino decidió que ya era hora de marcharse. Llamó a Carolina y se marcharon. Durante dos fines de semana después  regresaron y el ritual fue el mismo. Por suerte en esas dos ocasiones Aníbal no había tenido que pasar por el duro tormento de ser un asesino otra vez. La palabra asesino suena muy mal, muy fea pero es el termino que él usaba para referirse a si mismo cuando contaba sobre alguna persona que haya decidido dejar de ver salir el sol bajo las ruedas del tren. El era el asesino del suicida.
Los años pasaron y con ellos las historias de Aníbal lo convirtieron en un genocida impensado. Llegué a contar un promedio de 40 muertes al año. Solo él. Sus compañeros también se cargaban sus propios muertos. Entonces el número de suicidios era muy alto pero para Aníbal, el hecho de ser partícipe indirecto de esta muerte, lo transformaba a él en asesino.
Aníbal y mi padre habían crecido juntos. Ambos con sus oficios, ambos amantes de lo que hacían pero a mi me fascinaba el de el amigo de papá. No por los suicidios en absoluto; yo tenía el presentimiento que si algún día llegaba a ser maquinista nunca tendría que cargar con un muerto.

Las historias de Aníbal eran tantas y yo me las sé a todas. En una ocasión recuerdo que mi padre le preguntó que veía él en las personas que iban a arrojarse o como las veía. Como se daba cuenta él de que esa persona estaba por cometer tal atroz acción. Aníbal respondió que cada vez que él veía a alguna persona parada al costado de las vías pero dando la espalda por donde en segundos pasaría el tren, ya entendía que esa persona estaba lista para arrojarse. Cada vez que Aníbal contaba estos lamentables episodios su voz temblaba y sus manos también. Sus ojos se llenaban de lágrimas y su mirada se perdía en algún lugar de la ciudad sin tiempo. Aníbal contaba que él en su desesperación por intentar intervenir entre esa persona y su propia decisión de matarse hacía sonar la bocina del tren muchas veces. La maquina avanzaba, la bocina sonando y el suicida ahí parado. Tal vez su perturbada mente no le permitía escuchar el fuerte sonido de la bocina del tren, o tal vez su mente ya no tenía más que escuchar, ya estaba cansada de hacerlo. La maquina avanzaba y Aníbal en los comandos no podía frenar esas toneladas de hierro que lo empujan a convertirlo en el mas terrible asesino que haya existido y exista sobre la faz de la tierra en toda su historia. Ya solo quedaban pocos metros y el suicida seguía parado esperando su turno de arrojarse y la desesperación de Aníbal por evitar lo inevitable crecía en esos bocinazos que el reproducía con su maquina. Luego, ese que está de espaldas se arroja y ahora Aníbal sigue tocando la bocina para no escuchar los huesos de su nuevo muerto resquebrajarse bajo sus pies. Había un miserable que desaparecía bajo las ruedas del tren y otro mas miserable aun sobre ellas.

Contar estas historias no le hacían nada bien a Aníbal pero él necesitaba hacerlo. Al final se lo veía como si se hubiera sacado un gran peso de encima. Carolina, su mujer, padecía al lado suyo. Los años pasaron y no pudieron tener hijos. Esa pareja joven que de niño conocí, no se parecía en nada a esta que sigue salvando su vida al venir algunos domingos a casa a comer los clásicos asados. Yo ya en edad de buscar trabajo he entregado carpetas con mi currículo en diferentes lugares. Tendré el trabajo de mi padre recién cuando él se jubile pero a mi no me gusta. Yo quiero ser maquinista y darle a Aníbal otra visión de ese trabajo. Los números de muertes con las que él carga son altos, muy altos en tantos años; pero son muchos mas los momentos de felicidad ahí arriba de esa máquina. El problema es que esas muertes opacaban todo y cada año el pesar de Aníbal era más grande.
Una mañana cualquiera llegó a casa Carolina muy alarmada y llorando. Habló con mi mamá y le pidió ayuda porque ya no sabía que hacer con Aníbal. Él en esos momentos se encontraba en su casa durmiendo gracias a unos sedantes que ella le había aplicado para que el pobre infeliz pudiera conciliar el sueño de una vez por todas. Ella contó que no había podido dormir en toda la noche y que cada noche era un tormento habitar esa casa debido a que Aníbal era asaltado constantemente por terribles pesadillas. Carolina le mostró a mamá los rasguños en sus brazos propiciados por Aníbal quien bien desesperado le apretaba los brazos sin medir su fuerza ni el daño que a ella le causaba. Gritaba dormido y a veces él la despertaba a ella para decirle que los ruidos de huesos quebrándose bajo su cama no lo dejaban dormir. Ella le insistía que no había nada ni nadie debajo de la cama y que por favor se durmiera. Noches como esa era una de las que ella había tenido que transitar junto a su marido. Mi madre no sabía qué hacer, qué decirle, ella solo la abrazó y sin saber como le prometía que todo acabaría pronto.

Estos momentos de agonía de los cuales a nosotros nos hacían participes también nos afectaba. Yo ya no se porque mas necesitaba trabajar allí. Ya hacía varios meses que Aníbal y Carolina no venían a compartir los asados de los domingos. A Aníbal ya no se lo veía. Los amigos de la cancha nos preguntaban a papá y a mí pero ninguno sabía que responder. Simplemente decíamos que hacia bastante tiempo que no lo veíamos.
 

Obviamente él tampoco iba a trabajar. Estaba con carpeta médica debido a las constantes pesadillas. Esto por un lado me benefició sin darme cuenta a mí porque en cualquier momento desde la empresa jubilarían a Aníbal y quedaría una vacante. Una mañana llegó a casa un telegrama y era para mí. Era del ferrocarril, me llamaban a presentarme al día siguiente a una entrevista para ofrecerme la vacante de maquinista. Aníbal había hablado por mí y decidieron entrevistarme para ver si me podían dar su lugar. Por suerte así fue y después de un mes de entrenamiento y preparación comencé a hacer mis primeros viajes a bordo de la maquina 247. No viajé solo hasta que la persona que dejaron que me termine de asesorar en mis dudas no lo permita. Me sentía muy cómodo porque mi sueño se había hecho realidad y mas aun cuando se cumplió mi primer año arriba de la maquina y sin darme cuenta no había tenido que pasar por los tormentos de los cuales Aníbal había sido cómplice, victima y victimario por muchos años de su vida que lo dejaron tan mal. El tiempo pasaba y yo seguía sin problemas arriba de la maquina. La gente iba y venia como hormigas a su casa, su trabajo, escuela, universidad y yo los llevaba muy feliz. Aníbal y Carolina aparecían rara vez por casa y cuando lo hacían no se hablaba de Aníbal, de su salud ni de sus problemas. A veces lo veíamos bien, otras tantas mal. Nosotros los acompañábamos y a ellos esto les hacía bien. Yo sin que se den cuenta les terminaba contando alguna bonita anécdota de mi trabajo y los ojos de Aníbal brillaban. Él me confesó en una oportunidad que estaba orgulloso de que sea yo quien ocupe su lugar y que le gustaban mis anécdotas. Él me quería como a un hijo y estaba feliz de verme feliz  a mí.

Un día me llamaron del trabajo a mi casa para decirme que ese día me cambiarían el turno. Que no hiciera ningún compromiso para la noche porque necesitaban un maquinista en el turno noche ya que quien cubría ese turno estaba momentáneamente indispuesto. Acepté de buena gana así que dormí siesta como hacía tiempo no lo hacía. Al principio me costó pero al fin pude dormirme. Debía estar enérgico y bien lúcido para trabajar de noche. No era mi turno y no estaba acostumbrado pero como el trabajo era el mismo y me gustaba fui a trabajar con nuevas ganas. Trabajaba de 22 a 06 horas. La noche había comenzado bien. Vi por primera vez a muchos pasajeros volver a sus casas, muchos que siempre solo veo ir ahora los pude ver volver. Y comencé a pensar en cosas que jamás se me hubiera ocurrido pensar durante el día. Había descubierto la tranquilidad de la noche en comparación con lo agitado del día. Pensé en la vida y lo hermosa que había sido para mí. Pensé en mis padres y la buena crianza que de ellos siempre recibí. Me lamenté también de no haber conocido lo que se sentía no tener hermanos. Miraba a mí alrededor y recordaba como deseaba hacer lo que estaba haciendo cuando el viejo Aníbal me sentaba allí de niño sin imaginarse él cuan feliz me hacía. De repente comencé a recordarlo a él y a todas sus historias. Cientos de historias invadieron mi mente y comencé a sentir miedo.
 
Nunca había tenido esa sensación. Aníbal y sus historias habían copado mis ideas tanto que me parecía escuchar voces, gritos, chillidos. Por un momento logre sustraerme de eso y me volví a ver en la tranquilidad de la maquina manejando con pocos pasajeros a bordo y sin ruidos en el exterior. Una brisa fresca corría afuera y yo comencé de nuevo a divagar entre los viejos recuerdos. Recordé que en una ocasión Aníbal me preguntó si yo alguna vez había sentido el ruido que hace el granizo al caer sobre un techo de chapa ante lo cual yo respondí afirmativamente porque de hecho tenemos un pequeño galpón al fondo de casa cuyo techo es de chapa galvanizada. Una vez dicho esto le pregunté muy intrigado a que venía su pregunta y él me respondió que ese mismo ruido es el que se escucha desde la maquina del tren cada vez que él se convertía en el asesino del suicida. _: ‘Pero ¿cómo? Pregunté y el me dijo que una vez que el cuerpo caía bajo las ruedas del tren, éste rodaba y se destrozaba y mientras lo hacía iba levantando las piedras que están entre las vías y estas golpeaban duro contra el piso del mismo. Producían un ruido aterrador y ese constante golpear de la piedras de abajo hacia arriba era muy similar al de las que caen desde arriba, del mismo cielo. Traté de imaginarme como sentía él, como sería ver a alguien apunto de arrojarse. Intenté recordar el ruido del granizo sobre el techo del galpón y de repente comencé a escucharlo, era cada vez más fuerte, más ensordecedor y más real. Me asusté tanto y de lo lejos que mi imaginación había llegado. Miré mi reloj y la hora había pasado mas rápido de lo que creí. Ya eran casi las cinco de la madrugada y yo me sentía como nuevo. Sentía que podía pasar derecho y seguir con mi horario habitual pero también pensé que era la emoción de la primera vez así que me calmé un  poco y esta vez centré mi mirada en las vías. Nunca tendría que haberlo hecho porque divisé como flameaba al compás del viento el vestido de una señora. Por un instante sentí que era una de esas personas que hoy habitan debajo de la cama de Aníbal y en su cabeza. Pero a medida que me acercaba podía distinguir que ese vestido era una bata de dormir y que esa señora era un hombre. Me asusté porque temí que fuera a arrojarse. No se porque pero así lo sentí. Comencé a usar desesperado la bocina del tren y de inmediato esa persona se movió; se movió hacía el centro de las vías. Yo estaba más asustado porque no cumplía con las características del suicida que Aníbal tenía escritas en el manual de la vida, de su vida.
Más me aferraba a la bocina del tren que sonaba más potente y ese que allí estaba parado mas se aferraba a su decisión. Me asustaba porque yo estaba seguro que eso a mí nunca me pasaría y ahora estaba sucediendo. Me asustaba porque Aníbal me decía que estos nunca miraban de frente sino que se arrojaban de espaldas desde un costado pero éste estaba bien de frente. La luz de la maquina me dejó ver a las claras la cara del suicida, mi primer victima. Yo solo hacía lo que Aníbal me había dicho que hacía él, tocaba la bocina. Metros solo me separaban de él y yo quería saltar de la maquina pero no remediaría nada. Era imposible pararla así como me fue imposible no mirar la cara de ese que allí ante mí estaba. Grande fue mi horror al descubrir el rostro de Aníbal en ese que allí esperaba su propia sentencia de muerte. De repente no lo vi mas pero comencé a sentir el ruido de granizo cayendo de abajo para arriba sobre mis pies. No hubo bocina del tren que impidiera que yo no escuchara algo que Aníbal nunca me había dicho. Yo no podía dejar de escuchar mis lágrimas caer al piso. Aníbal me había enseñado como callar el ruido del crujir de huesos al tocar la bocina, Aníbal me había dado su puesto de maquinista y sin quererlo me legó también el puesto de Asesino del Suicida. 

Eduardo Nieva

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