Como la cigarra (Una flor roja) de Ruth Tapia

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Como la cigarra (Una flor roja) de Ruth Tapia
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Abrasador enero, calor ardiente en un pueblo santiagueño, que se acentuaba en la piel y en el corazón de las muchachas.

Cristina, una de las tantas jóvenes del lugar, como todos los sábados, preparaba “sus mejores galas” para vivir la noche, junto a su amiga íntima, Mimí. Habían acordado como lo hacían habitualmente iniciar la noche sabatina, en la confitería de la terminal.

Llegó el momento y llegaron ellas al lugar. Buscaron un punto estratégico para observar desde todos los ángulos a la gente que transitaba por allí (costumbre pueblerina).

Apenas habían transcurrido unos minutos, cuando ven que se acercaba a la mesa, Elisa, una amiga en común que tenían. Ella era la amiga liberal, demasiado para la época (comienzo de los 80) y más aún para la idiosincrasia del pueblo. Esta vez, llegaba con dos jóvenes desconocidos. El caminar o vaya a saber qué, los pintaba como porteños.

Después de las presentaciones y al escucharlos hablar dieron por sentadas las conjeturas que las amigas habían hecho antes de la llegada de los muchachos. Elisa como siempre, permaneció un rato, compartiendo la mesa y la gaseosa fresca para aplacar el insoportable calor. Se despidió de sus amigas con un “hasta luego” y dejándoles el regalo que les había traído para que vivan una noche distinta.

No sé si fue diferente, el pueblo no ofrecía muchas alternativas. Un poco aburrido de estar sentados, Carlitos, uno de los jóvenes las invitó a dar unas vueltas en su auto.

Por una extraña coincidencia o simplemente, porque siempre hay algo en la vida que la mente humana aún no llega a comprender, sin proponérselo, Cristina se sentó al lado del conductor, Carlitos, y Mimí con Mariano, en el asiento de atrás. Esto pareciera un dato sin importancia pero mas adelante nos llevará a asegurar que “lo que sucede es la única cosa que podría haber sucedido”.

Terminaron la noche dando vueltas y comprometiéndose a encontrarse el sábado próximo en otra confitería del pueblo.

La semana transcurrió normal, hasta que llegó el momento en que la vida de Cristina daría un giro de ciento ochenta grados.

Nuevamente, el sábado, nuevamente la elección de la minifalda que usaría… tenía que mostrar sus largas piernas torneadas, había que explotar los atributos..

Cuando ya estaban ubicadas en la confitería, luego de una charla trivial entre los cuatros, Carlitos le pidió a Cristina que lo acompañara hasta la telefónica, en esa época no existían los celulares, ni los telecentros como lo llaman ahora. Ella aceptó gustosa. Caminaron casi en silencio la cuadra, hasta llegar al lugar. Él entró a hablar. Ella lo esperó afuera, sin preguntar ni preguntarse nada. Cuando colgó el tubo, Carlitos ya tenía en mente, quedarse un rato a solas con la joven en un banquito de la plaza. Él ya tenía sus treinta y pico de años y Cristina apenas diecinueve. Sin embargo la comunión de espíritu que había entre los dos era indescriptible.

Él comenzó a contarle algo de su vida. Le dijo que tenía una mujer muy bella y dos hijos. Pero la belleza del corazón de Cristina superaba a la perfección física de la mujer. Toda la charla estaba acompañada de manos entrelazadas y besos en los labios. Ese encuentro casi inocente era el portal de una pasión devoradora, en la que muy pronto estarían inmersos.

No pasó mucho tiempo para que esto ocurriera. Buscaron un lugar para ese sublime y apasionado encuentro. Lejos del pueblo, por supuesto. Ella provenía de una familia de costumbres arraigadas, muy rígidas, demasiados conservadores, sus padres, eran de origen árabe. Pero que importa el origen, la cultura, la época, si el amor siempre existió y el espíritu y el cuerpo son inseparables. No se puede encontrar el placer si no usamos el mejor instrumento que nos otorgó DIOS: el cuerpo.

El punto de encuentro, un hotel, en la ciudad capital. Y allí, se abrió el primer capítulo de amor en la vida de la muchacha. En ese cuarto, se entregaron sin retaceos, se amaron hasta el punto de olvidarse que existía el mundo. Sólo estaban ellos, solo existía ese amor al que dejaban simplemente fluir.

Carlitos, había concluido su trabajo en el pueblo, debía retornar a Buenos Aires a continuar en su empresa y a Cristina le quedaba muy poco para regresar a un paraje santiagueño, donde ella se desempeñaba como maestra. Se aproximaba una despedida. Ninguno de los dos estaba dispuesto a hacerla. Entonces la complicidad de Mimí, impulsada por la pasión de su amiga, proyectó un viaje a la gran urbe, a la Capital Federal. Allí volverían a repetir esa entrega total y nuevamente el amor los envolvería con su llama ardiente.

No se puede contar con palabras lo que se vive ni lo que se siente cuando los amantes se encuentran. Sólo los que vivieron experiencias similares podrán imaginarse los momentos vividos por Cristina y Carlos.

Vivir el amor es como vivir un sueño y todo sueño termina cuando la realidad nos despierta.

Fín de las vacaciones, la escuelita rural, esperaba a la joven maestra .Ella debía regresar. Y lo hizo a costa de un caudal de lágrimas por esa separación, aunque llevaba la promesa de él de que pronto volvería a buscarla.

La travesía hacia la escuela fue tormentosa. Toda una Odisea. Cristina miraba el paisaje agreste y tenía la sensación que esas espinas que caracterizan a nuestra flora, se incrustaban en su piel y en su alma dolorida de ausencia.

Al llegar al paraje, sin poder discernir si era dolor espiritual o físico, ella se sintió mal. Decía sentir una dolencia en su vientre, no podría quedarse, había que buscar un centro asistencial.

Entonces Cristina volvió a su pueblo, pensó que era el lugar exacto donde debía esperar a su amor. Pero había que justificar su ausencia en la escuela. Fue al médico y terminó en quirófano operada de apendicitis .Cuarenta días de licencia… y de igual manera que el bisturí le extrajo el apéndice, la mano cruel de la vida le arrebató el amor de Carlos. Pasaron los cuarenta días sin noticias de él. No podía comprender qué había ocurrido, como pudo tanto amor desvanecerse en tan poco tiempo.

De regreso a su escuelita, como la llamaba ella, en la estafeta postal, un sobre de madera le fue entregado por la encargada.

Ya en la casa donde se alojaba, dispuesta adormir una siesta o mas bien a recluirse con sus recuerdos y sus penas, reparó en el sobre que lo había dejado sobre sus pertenencias, y como por inercia lo abrió. Adentro había una veintena de cartas de él. Las abrió, las leyó una a una con lágrima en los ojos y el corazón hecho trizas. El amor no había terminado, solo fue un juego del destino: un cruel desencuentro.

Para sorpresa de Cristina en medio de las cartas de él, un sobre, con una letra de mujer. Al leerlo supo de quien se trataba, era de la esposa. Entre otras cosas que no vienen al caso, la mujer le pedía que se alejara de su marido.

A pesar de su juventud y del amor que sentía Cristina comprendió que debía terminar con esa historia. No había futuro para ellos.

La vida siguió su curso y el tiempo se encargó de palear el dolor, pero las heridas siguieron abiertas.

Los años pasaron, ella conoció un joven de su pueblo, se casaron y formaron una bella familia. Sus hijos, jóvenes ya, llevaron internet a la casa. Cristina aprendió con ellos a manejar el chat, los mails y el famoso facebook.

Un día, disfrutando de la plenitud que da la soledad, recordó que se acercaba el cumpleaños de su gran amor. En el buscador del facebook escribió el nombre y el apellido de él. No obtuvo resultados y apeló nuevamente a la complicidad de su íntima amiga, con quien se contactaba por chat, ya que ella se había radicado en Buenos Aires. Le contó de su búsqueda infructuosa. Entonces la amiga, le dijo, no pierdas tiempo, ven a visitarme, aquí haremos algo para dar con él.

No se que pretexto puso y organizó su viaje. Ya en la capital, en casa de la amiga, mucho más distendida y libre, comenzaron la búsqueda. Insistieron con internet, hasta que dieron con el facebook de una persona con el nombre y apellido de la hija de Carlitos y que Cristina, conocía a través de él. De inmediato enviaron una solicitud de amistad la que obtuvo como respuesta inmediata: - Sé quien sos, la santiagueña amante de mi padre. – Fuiste una equivocación en su vida. Él me lo contó todo por eso te identifiqué de inmediato.

La bronca, el dolor y la impotencia se adueñaron de la mujer fuerte que era ahora Cristina y la convirtió en esa muchacha de alma frágil como cuando tenía los diecinueve años.

Respiró hondo, tomó coraje y respondió: -Sí, fui la amante, tal vez la vida se equivocó en unirnos, pero nuestro amor fue genuino. Yo sólo quiero saber cómo está . Y si de verdad es tu padre, te debe haber dado la suficiente educación para que me respondas con respeto.

Ante éste planteo y a la pregunta realizada, la joven respondió: hace cuatro años que se fue de ésta vida.

Noticias como ésta paralizan a cualquiera. Hubo silencios, llantos, preguntas y respuestas entre las amigas. Sólo atinaron a salir a la calle para que el sol, el viento, los ruidos, les recordaran que la vida continua…

Cuando Cristina estaba ya de regreso en su casa, algo silenciosa, (extraño en ella) se preparó para salir en su auto y llevaba en sus manos una rosa roja. Su hija la miró y algo atónita le preguntó: ¿Adónde vas ma’ con esa flor?

-Al cementerio hija- respondió.

-¿Murió algún conocido?-

- YO-

-Pero, Ma,¿ estás bien?

- Si hija, tal vez seas demasiado joven aún para comprender, pero en la vida morimos muchas veces y también renacemos.

Cristina dejó un poco confundida a su joven hija y camino al cementerio pensó: - Se murió un gran amor y yo con él. Ésta flor roja que dejaré en la cruz mayor será el epitafio de una de mis muertes. Seguramente cuando regrese a mi casa estará renaciendo otra, como símbolo de mi nueva vida.

Al cumplir su cometido, regresó con una gran paz y casi sin darse cuenta cantaba bajito, la canción de Gieco: “tantas veces me mataron, tantas veces me morí, sin embargo estoy aquí resucitando. SOY COMO LA CIGARRA…

Y la flor roja cerró un capítulo de amor y celebró una de sus muertes.

La muerte es una manifestación más de la vida y hay que CELEBRARLA.

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